Solemos poner la felicidad al otro lado de algo que todavía no tenemos, o algo que todavía no somos.
Seré feliz cuando compre esto, o logre aquello, o sea de determinada manera.
Estuve mucho tiempo corriendo en esa rueda de hámster, lograba objetivos que me proponía pero nada era suficiente. Lo que me faltaba siempre pesaba más que lo que tenía, nunca estaba conforme con lo que era ni con lo que había logrado. Vivía en el futuro, despreciaba el presente y quizás aún más el pasado.
Un día me di cuenta que no podía seguir así, si quería ser feliz, tenía que empezar a reconocerme el esfuerzo. Si algo no cambiaba, estaba condenado a vivir frustrado. Entendí que valorar quién soy no me impide aspirar a lo que puedo ser y que la causa de mi infelicidad era resultado de una actitud equivocada.
Disfrutar el viaje es tan importante como sentarse a descansar y contemplar la vista cuando llegamos a un destino. Los logros duran un instante, los procesos toda la vida.
No tiene nada de malo fijar metas, alcanzar sueños o desarrollar nuestro potencial. Pero una cosa es no conformarse, y otra es nunca estar conforme.
Seguimos postergando la felicidad cuando sentimos no merecerla, agregamos un obstáculo nuevo, y así, la felicidad parece seguir escapando y permanece indefinidamente fuera del alcance de la mano, o somos felices un instante hasta que vuelve el diálogo interno que dice que no es suficiente, que todavía no somos dignos de merecerla.
Propongo que la felicidad no es un premio, no es algo que tengamos que ganarnos. No tenemos que hacer nada, ni demostrarle nada a nadie para merecer ser felices, ni siquiera a nosotros mismos. Alcanza con dar lo mejor, aunque a veces no sea mucho.