En una vida pasada me dediqué al atletismo. Creo que era adolescente, semidiós, o algo por el estilo.
Me levantaba, comía una fruta y salía a correr, 10km después volvía a casa a bañarme, desayunaba y me iba a clase, entraba a las 7:30 de la mañana. Después del liceo almorzaba otras tres o cuatro frutas y tomaba un bus para ir a la pista de atletismo, ahí entrenaba unas dos horas más. Volvía a casa a la hora de la merienda y a veces todavía tenía ganas de ir a jugar al basquetbol o al fútbol con mis amigos del barrio. Como decía, otra vida, otra persona.
Recuerdo que hacía todo esto por voluntad propia, sin mucha resistencia interna ni grandes sacrificios, nunca lo sentí así. Más bien era algo que disfrutaba, no me lo cuestionaba mucho. Por primera vez en mi vida saboreé la disciplina, el esfuerzo y la dedicación.
Lo más valioso que me dejaron las carreras y el entrenamiento no son las medallas ni el buen tiempo que alcancé, sino una metáfora para la vida.
En las carreras muchas cosas podían jugarme en contra, el calor, el frío, el viento, la inclinación del terreno, lo que comí la noche anterior, como dormí, si salí muy rápido en la largada, si estoy respirando bien, si me olvide de ir al baño, etc.
No importa lo que pase no puedo parar, para mi nunca fue negociable no llegar a la meta. Si me duele el bazo bajo el ritmo, si tengo calor pienso en el próximo puesto de hidratación, el agua en la cabeza me devolverá el alma al cuerpo, si hace frío corro más fuerte y entro en calor enseguida.
En diciembre nos vemos tentados a bajar los brazos, descansar y dejar las cosas para el año que viene. O intentamos desesperadamente alcanzar los objetivos a costa de mucho estrés y sufrimiento.
Siempre podemos dar un poco más, un último empujón. Hay un plus cargado de mérito que es evidencia de un potencial no expresado. Pero creo que también es importante pensar en lo que viene después, en seguir adelante, en no abandonar en el camino y en poder acompañar a los demás.
Hoy entramos en el último kilómetro. Nos vemos en la meta.
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